Cuando era niña, los mayores me explicaban cómo no hacía mucho tiempo, en las ciudades, varias familias compartían una sola vivienda. Fue con motivo de la masiva migración del campo a las ciudades siguiendo la estela del boom de la industrialización, corrían los años 60.
Estas familias junto con sus hijos se aglutinaban y compartían morada y esperanzas de un trabajo digno con el que sacar adelante a los suyos. “Compartíamos cocina y puchero”, contaban, “Y el puchero no siempre se ponía al fuego más de una vez al día”.
Bien, me considero el resultado de esa generación, de su batalla no sólo por la supervivencia, sino también por mejorar las condiciones de vida y trabajo, de su tenacidad y perseverancia, y de su sacrificio y compromiso con un futuro mejor para ellos y los suyos.
Gracias a ellos y su lucha, yo he nacido en un hospital público, atendida por profesionales, he crecido vacunada y sana, y he tenido una educación de calidad, independientemente de los recursos de mis padres. He accedido a la universidad pública y después he conseguido un trabajo en el que me siento totalmente realizada, siempre al cobijo de una vivienda digna.
A todo esto le llaman “estado de bienestar”, y yo me siento muy agradecida por haberlo tenido en mi vida. Y en este agradecimiento no puedo evitar acordarme de los que hicieron que todo ello fuera posible, los que allanaron el camino para que nuestra generación haya tenido la vida “un poquito” más fácil que ellos, o al menos hayamos tenido más derechos y oportunidades. Desde esta mirada de agradecimiento a las generaciones pasadas, mi siguiente planteamiento es “¿Qué herencia dejo yo y mis contemporáneos a las venideras?”.
Esta reflexión no es gratuita; esta mañana, una de las primeras madrugadas frías del invierno y apenas 50 años después del principio de mi relato, he visto al ir caminando hacia el trabajo cómo cuatro personas compartían un cajero automático para dormir al abrigo del frío. Compartían morada también, como en las ciudades en los 60, pero me temo que ésta historia será diferente, más triste.
Y desde esta perspectiva histórica me siento fracasada como generación portadora de un testigo que nos fue entregado en cuanto a derechos (acceso a la vivienda, a la universidad, derechos laborales, sociales….); y que si no hacemos algo, traspasaremos hecho pedacitos. Porque me temo que tenemos el dudoso honor de ser de las pocas generaciones que ha tenido más oportunidades que sus padres, y también más de las que tendran sus hijos. Espero equivocarme.
Elena Vélez Agustín